El Cártel del agua

La batalla por la vida de México.

ENTRE OTROS, el maestro emérito de la Facultad de Derecho de la UNAM, don Raúl Cervantes Ahumada, llegó a escribir, autorizado por décadas de ejercicio académico, que México pasa por tres dimensiones: Estado a-constitucional, Estado inconstitucional y, en extremo, Estado Anticonstitucional.

 

 

 

Es el caso que, desde que en México se perfiló el Estado neoliberal, son los tecnócatras en el poder los que más hablan del Estado de Derecho. Se les llena la boca con ese eufemismo.

Para remitirnos a una data reciente, hace dos décadas el pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación -el Tribunal Constitucional por excelencia- determinó un orden jerárquico: Primero la Constitución, enseuida las Leyes Generales y aleatoriamente los Tratados Internacionales de los que México es Estado parte.

Lo cierto es que, por cualquier costado que se le vea, México vive la anarquía jurídica, no pocas veces derivada de la discrecionalidad administrativa. Normas que no se concilian con los reglamentes administrativos; reglamentos administrativos que contradicen leyes secundarias y leyes secundarias que violentan los mandatos de la Constitución.

Capítulo aparte merecen, en la era neoliberal desnacionalizadora, las concesiones y contratos que gravitan sobre bienes públicos, particularmente los recursos naturales, tipificados como patrimonio nacional.

Volvamos a la jerarquía establecida por la Corte: las Leyes Generales están por encima de las leyes federales, las estatales y reglamentaciones municipales. Así lo resolvieron los ministros. En líneas particulares incluyeron las legislaciones emitidas por la Asamblea Legislativa, entonces del Distrito Federal.

 

 

Si de patrimonio nacional hablamos, el del agua lo es y, además su exportación, disponibilidad y consumo encuadran entre los Derechos Humanos.

Un atentado contra esas prerrogativas, que además constituyen el Derecho a la vida, se ha venido perpetrando sistemáticamente desde hace tres décadas desde el Estado.

El agua empezó a exponerse a terceros, incluso extranjeros, desde la firma del tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN); en la posterior revisión del Tratado de Límites y Aguas México-Estados Unidos y, con otro efecto, hace seis años, en la firma del Acuerdo de Exploración y Explotación de Yacimientos de Hidrocarburos Transfronterizos.

En el TLC original, se metió de contrabando la cláusula referida al petróleo.

 

 

 

 

 

 

Del líquido sustancial hablamos; desde hace al menos cuatro sexenios, el gobierno facultó a la Comisión Federal de Electricidad (CFE) para disponer del recurso a fin genera fluido básicamente para uso industrial y comercial, mediante presas para operación de plantas hidroeléctricas.

Lo hizo, la CFE conculcando en diversas regiones derechos de los pueblos originarios, cuyas comunidades nunca fueron consultadas previamente conforme lo mandata el artículo 2 de la Constitución.

Del agua se trata e ilustraremos el asunto: En 2010, un terremoto afectó el estado de Baja California y particularmente el Valle de Mexicali, titular del derecho a aguas provinientes del Río Colorado y otros afluentes.

Con la coartada de los daños a la infraestructura hidráulica en el Valle, el gobierno mexicano aceptó el embargo de su cuota, que fue depositada y retenida por largo periódo en presas del Estado de Nevada(USA).

A partir de 2012, en que se inició la LXI Legislatura federal, el Senado de la República exploró y operó la reforma de la Ley Nacional del Agua, derivada del artículo 27 Constitucional. La minuta del dictamen aprobatorio pasó a la Cámara de Diputados, que la mantuvo congelada, hasta que en el actual sexenio se lanzó una nueva iniciativa sobre la materia.

En amboos proyectos, la resistencia tuvo-tiene como argumento que la obscena intencionalidad era-es la privaticación del agua, desde sus mismas fuentes generadoras, pasando por los sisntemas de distribución lo mismo al través de los distritos de riego para uso agrícola, que de las redes para consumo humano.

Paralelamente, las concesiones mineras repartidas a granel dieron pie a la avidez de los corporativos, la mayoría extranjeros, que requieren y explotan el recurso exhaustiva e intensivamente para lavar los minerales. Las zonas donde esas empresas se han instalado son mayooritariamente, propiedad social: Comunidades indígenas, ejidos y colonias de pequeños propietarios.

No obstante repetidas sentencias de la Suprema Corte en favor de las comunidades afectadas, el proceso no se ha revertido. Sirve de modelo al gobierno, que lo está haciendo extensivo a las concesiones y contratos en materia petrolera que, en algunas modalidades de explotación, exigen la disponibilidad del recurso en volúmenes incuantificables para fracturar los territorios con potencial energético.

Retomemos el relanzamiento de la iniciativa de Ley de Aguas para el ámbito general. En esa dirección, se encamina la Ciudad de México. En noviembre pasado la Asamblea Legislativa aprobó la Ley de Sustentabilidad Hídrica. Los diputados locales se negaron tercamente a escuchar la voz de la sociedad civil.

De nuevo se impugnó esa ley como privatizadora y restrictiva al consumo humano.

El jefe de Gobierno de la Ciudad, Miguel Ángel Mancera, pujaba todavía por la eventual candidatura presidencial. No escuchó el clamor, aunque recientemente devolvió a la Asamblea dicha Ley.

No obstó la actitud del jefe de Gobierno. Su secretaria de Medio Ambiente, Tanya Müller expectoró a fines de febrero una idea genial: Incrementar el precio del agua y limitar la ración para consumo humano, con la jalada de inhibir su desperdicio.

Esa es una tendencia que viene, desde años atrás, desde diversas capitales de los estados, por la vía administrativa, pero los gobiernos y los congresos de Puebla y Quintana Roo, se lanzaron a fondo con sus propias leyes estatales en la materia.

Sólo subrayaremos un dato de suyo revelador. Esos ordenamientos estatales tienen una cláusula de confidencialidad: Los contenidos de acuerdos, contratos y concesiones con los empresarios a los que se les da el usufructo, son reservados a plazos mínimos de 14 años.

Eso es, usuarios y consumidores no podrán conocerlos sino hasta después de ese plazo, si es que no se amplía. ¿Qué tan graves son esos instrumentos leoninos que se pretende conservar en secreto?.

 


 

 

 

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